Me siento culpable escribiéndote estas líneas después de tanto tiempo, pero de no quedar nada ahí abajo ni siquiera lo intentaría, y eso me parece una buena señal, sobre todo en un día en el que otra vez he tratado de enfrentarme al Inmaculado y nuevamente he fracasado.
Hacía casi medio año que no ejercitaba los engranajes de la escritura, y ahora chirrían y me impiden pensar qué será de mis siguientes líneas. Los encuentro prematuramente envejecidos después de haberlos descuidado estos meses; oxidados por el salitre del mar de agosto y fríos por las heladas de noviembre. No me queda más consuelo que intentar explicar el porqué de mi abandono y esperar que esto pueda seguir formando parte de mi vida, porque sin el arte, sin la imaginación, sin la creatividad y el ingenio, el hombre está condenado a morir con el cerebro de un niño y las arrugas de un viejo.
2011 ha sido un año que me ha marcado profundamente como persona. Siempre tenía esa sensación, permanente en mí por otra parte, de que no había tiempo para todo, que me devoraban las horas y no extraía de ellas ni una quinta parte de lo que son. Julio fue un mes de muchas lágrimas, tanto buenas como malas. Sufrí un revés sentimental que temía que acabase con tantos años de proyectos y palabras, y que fue el estímulo oculto de mis últimos textos aquí publicados. Me alegra decir hoy que fui capaz de superar un odio que amenazaba con apagar todo mi cariño, y me siento orgullosa de ello.
Al mismo tiempo recibí la tremenda, tremenda alegría que supuso ser aceptada en la universidad en el grado de Arqueología. Todo el trabajo que había llevado a cabo en mi vida académica a lo largo de mis, por entonces, diecisiete años, todos esos meses angustiosos de exámenes, esas horas delante - y detrás - de los libros, todos los malabares con las notas, todo había sido por aquello. Diecisiete años, que en realidad habían sido siete desde que descubrí mi vocación, dedicados a conseguir aquella meta que siempre había contemplado demasiado buena para mí... Y la conseguí. Imagina la satisfacción que se siente cuando te dicen que todo el esfuerzo y sacrificio que has hecho ha merecido la pena, que te has ganado esa puerta, que está abierta para ti, para tus ilusiones, tu trabajo, tu vida. No es de extrañar que me pusiera a llorar cuando me lo dijeron a las ocho de la mañana, ¿verdad?
Agosto y septiembre fueron más de lo mismo. "¿Te vas a Madrid, estás segura?" Sí, claro que lo estaba, ¿quién rechaza una oferta así? Significaba para mí el principio de una nueva vida, de mi vida, la que había estado esperando durante tanto tiempo y que ahora me llamaba, ¿cómo no echarle valor? Recuerdo el sabor de ese valor en mi garganta a punto de escaparse, cuando me despedí de mi madre en Atocha, intentando ambas no llorar mientras aún estuviéramos la una delante de la otra. Luego lloramos, o al menos yo, unos minutos tras los cuales sonreí; ella supongo que lo hizo más de un día. Sólo espero que no lo haga ya.
Septiembre me trajo decisiones muy difíciles en cuanto a lo sentimental. No habrá nombres, nunca los hay, es mi forma de que todo lo que cuento siga siendo mío. Tuve que escoger entre una relación realmente difícil y la sencillez de una relación normal. Las personas que me conozcan habrían sabido, incluso antes de tomar yo una decisión, que elegí la difícil; siempre elijo el camino difícil. Había demasiados proyectos, demasiadas ilusiones, demasiados pensamientos enraizados como para tomar algo distinto... Puedo decir que tampoco me arrepiento de esto, porque considero que en realidad no tuve elección. No podemos cambiar lo que sentimos.
Los primeros meses en Madrid, en un sitio que no era mi hogar, con gente que no era mi familia, fueron duros, como todos los comienzos. Hoy en día todavía lo siguen siendo, no resulta fácil para una persona como yo. Tenía miedo por el primer día, nunca dejaré de ser esa chiquilla introvertida que observa demasiado y habla muy poco. Por suerte conocí allí a gente estupenda de los que ya me había encariñado para cuando llegó mi cumpleaños un mes después.
Llevaba esperando mi dieciocho cumpleaños desde verano, aunque no era precisamente por el hecho de cumplir la mayoría de edad. Iba a encontrarme con una persona que hacía demasiado tiempo quería tener a mi lado, y que hoy es mi pareja. Llegué tarde a recogerlo y lo busqué apresurada por la estación entre los sobresaltos que me producía encontrarme de frente con alguien parecido a él. Pensaba que me estaría mirando y riéndose para dentro. Lo vi apoyado en una barandilla con el macuto a los pies, y me avergüenza no saber describir lo que sentí. Sé que me paré a unos metros de él esperando que se girase, sonriendo sin saber si lo iba a abrazar o a darle unos dos besos fríos. Él me abrazó, yo le besé. Podía haberme pasado en esa dicotomía la vida entera.
Los siguientes cuatro días los pasé con él, con el pensamiento de que cada segundo que no estuviéramos juntos después lo echaríamos de menos. Y realmente los hemos echado; son segundos fugitivos que aún estoy esperando recuperar.
Nunca había querido así a ninguna persona, con tanta avidez, tanta ansia, tanta sed. Es algo de lo que te terminas sintiendo preso y de lo que, a la vez, no quieres deshacerte. Forma parte de esa parcela de tu subconsciente que piensas intocable, como lo eran tus principios a los doce años.
Me duele acordarme de cuando se marchó. Empecé a llorar unas horas antes, y no paré hasta bien entrado el día siguiente. Fue demoledor. Madrid nunca me había parecido tan grande como entonces.
Pasó noviembre, pasó diciembre, y desde hace siete días pasa enero. Ese es, en resumen, el porqué he estado sin escribir nada durante tanto tiempo, espero que sirva de justificación. Resulta difícil retratar la vida cuando no para de moverse.