
Cae la tarde de domingo en una estampa sorollana. Llega el rumor del mar a donde ella se haya, iracundo al romper sobre las rocas, apacible donde surcan los veleros, llevados por el viento, izadas las velas, a golpe de timón. El sol brilla sobre las olas y las frentes de los pescadores de cangrejos: tres niños y su padre. El más joven, de pelo rubio y rizado, más atento a los movimientos del can que los acompaña que de la captura en la que están empeñados sus hermanos, ambos morenos de piel, el mayor, sobrealimentado. El padre posee el porte mismo de este último hijo, que parece el más interesado de los tres, y hurga en los recovecos de las rocas con una caña, intentado hacer salir a un cangrejo que ha visto ocultarse: el capitán Ahab a la captura de su reconocimiento. El can, curioso, juega mientras tanto en la cala, y, asustadizo, se ve ahuyentado por las salpicaduras del agua. El sol se pone, el viento agita las páginas de esta retratista, dos de los niños marcharon, y el tercero le sigue aún al cangrejo la pista.
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