miércoles, 25 de agosto de 2010

» De cuando quemábamos hormigas con una lupa


Cuando empecé a escribir me obcecaba en que todos mis capítulos tuvieran la misma extensión. Ocho páginas era la cifra, ni una palabra más. Si a la caprichosa Inspiración pubescente se le antojaba una noche volar incontenible sobre el papel, no me quedaba otra que cortarle las alas o encadenarla para que, como en el cuento del can ruso, pudiera ladrar, pero no llegar hasta el plato de alimento. Mi pobre musa tuvo que ceder a los antojos de su dueña y dominar su lengua para desvelarme alguna frase mágica que hiciera a los lectores otear la belleza, pero sin alargarse demasiado. Por aquel entonces a mi me venía al pairo aquello de la belleza, sólo me preocupaba que los muros de contención que se cernían sobre mi aún desprotegida villa, fueran suficientemente altos como para no rebasar mi maximus de ocho páginas. Si algún párrafo se excedía de mi límite me empeñaba en dejarlo cojo. Con el tiempo aprendí que no bastaba con eso: era inaceptable dejar inválido a un pobre párrafo inocente cuyo único pecado ya habrán supuesto cuál fue; no, era necesario remodelar toda su estructura a fin de que expresara aquello que había querido expresar desde un comienzo, pero, claro está, más escuetamente.

Pero, ¿y si por el contrario un capítulo no llegaba (ni por asomo) a esas ocho páginas? ¿Qué se debía hacer entonces? Bueno, lo que el sentido común hubiese dictado en tal caso seguramente hubiera sido dejarlo tal cual era, con todas sus virtudes y defectos encerradas en el diminuto frasco de su substancia. Pero mi pequeña y (todavía hoy) inexperta pluma, se cobijaba en la redundancia más empalagosa y enrevesada que mi mente era capaz de crear.

Y, señoras y señores, obviamente, ¿cuál era el resultado de todas éstas, mis pequeñas obsesiones? Hasta una musa amordazada podría responder a ello.

Tal vez por ese trato pasado mi pobre y maltrecha musa no me encandila con su presencia ahora, cuando más la necesito. Seguro que ahora la única inspiración que me aportaría sería un corte de mangas (bien merecido, de hecho) mientras me pregunto si estaré haciendo con mi vida lo mismo que a ella le hice: acortar lo que podía haber resultado maravilloso y alargar inecesariamente la insatisfacción.

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